22 febrero, 2012

Mis padres, mi casa

Después de algo más de un año viviendo en el nuevo piso (que no piso nuevo) por fin mis padres han visto mi madriguera.

Los puñeteros son unos grandes planificadores. Había hablado con mi padre por teléfono de una oferta de botas de senderismo que había visto en la red (el hombre lleva ya más de un mes con un corte en la piel de una de sus botas), le había dicho que si se pasaba por el centro que me avisara antes y así me acercaba con él para recomendarle algunos modelos. Al mediodía llaman para avisarme de que bajaba esta tarde. Le dije que sin problemas, que se pasara y nos acercábamos juntos (yo ya había caído en la trampa). Entonces, al concretar la hora oigo que habla con mi madre (bueno, son matrimonio ocioso, esta bien que hagan cosas juntos) y entonces se pone mi madre y me dice como quien no quiere la cosa que me trae unas rosquillas carnavaleras hechas en casa (imposible negarse, comprendedme) y claro, ya no hay otra opción que dejarles subir.

La cara de Bea cuando llegó a comer también fue la misma que la vuestra: ¡susto! Hemos hecho limpieza de emergencia y creo que algún día tendré que pagar por esto, aunque en realidad yo he sido la víctima. Claro que ella tampoco va a probar las rosquillas, por prescripción de la operación tostada.

Al final la cosa salió bien. Bea se encargó de la visita guiada y mis padres no quisieron apalancarse en casa.
Mi padre no es de mucho hablar, pero mi madre ha dejado bien claro que le ha encantado, especialmente lo bien que ha quedado la cocina.

Bueno, ahora sólo queda darles de comer un día por aquí, claro que para eso primero tendremos que conseguir la mesa, que está en el limbo de los restauradores de muebles con problemas de espalda.

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